viernes, 10 de mayo de 2013

Ha pasado un ángel


Tuvo que ver con la explosión.
Al principio, en los primeros días tras su regreso a Barcelona, una irrefrenable verborrea le había llevado a contar a todo el mundo, lo de la bomba. Su terrible e inconfundible estruendo todavía resonaba en su mente. Su cercanía.
Con todo detalle había descrito aquel largo y maravilloso fin de semana en San Sebastián: Cuatro jóvenes amigas con mochila, recibidas con los brazos abiertos por sus amigos donostiarras, que habían hecho gala, una vez más, de la espléndida y generosa hospitalidad vasca.
A punto de regresar, en el bar de la estación de autobuses, frente al río, le asaltó una extraña inquietud. Sintió que debía llamar a su familia para que supieran que estaba bien. Que todo había sido perfecto. Mientras esperaba a que las chicas saliesen del aseo, la puerta del bar se abrió empujada por una bocanada de viento que le recorrió todo el cuerpo. Se sintió extraña.  Por algún motivo se impacientó con sus amigas y las sacó del bar, sin miramientos y sin escuchar sus protestas, en dirección a su autobús, aún cuando faltaban todavía 15 minutos para salir.
El conductor abrió la puerta del compartimento de equipajes y ella se agachó junto a Pilar para acomodar las bolsas. Otra ráfaga de aire la envolvió como en un abrazo. Se estremeció. Y de repente, la deflagración. El estrépito inundó sus oídos como si estuviera bajo el agua. La realidad se fraccionó ante sus ojos en instantáneas. El temblor bajo sus pies. Su bolsa verde. Los ojos de Pilar. Los edificios de enfrente. Los cristales del bar por los aires esparcidos. La cara de Julia, contraída y la de Mar, llorosa, la miraban interrogándole. 
La realidad volvió a tomar movimiento. Primero lentamente, reconociendose unos a otros, mirando en dirección al estallido, al otro lado del río, a pocos metros de allí. Luego, a ritmo normal, a ritmo de respiración aliviada, a ritmo de todas están bien, están bien, estamos bien... Sus oídos regresaron del fondo del agua, con las primeras sirenas de la policía, con los sollozos de la dueña del bar, que venía descompuesta corriendo.
Julia rompió a llorar y no dejó de hacerlo en todo el camino. Mar, maldijo el País Vasco y a los mal nacidos de E.T.A., jurando que no volvería jamás. Pilar y ella, trataron de calmarla diciéndole que eso no era justo. No podía condenar a todo un pueblo, a sus amigos, por las acciones de unos pocos. Por una bomba..
- Perdona-contestó de inmediato,- con una bomba tengo más que suficiente para toda mi vida.
Y enmudeció durante una semana.
En eso tenía razón. Ciertamente era una buena respuesta, pensaron Pilar y ella y durante todo el camino de regreso, hablaron de lo terrible que es vivir en el miedo, de sus amigos y sus deseos de vivir en paz. En sus mentes se reproducían una y otra vez las imágenes del brutal suceso. Trataban de calcular el impacto que  acababa de grabarse en sus memorias y en la de las personas que estaban en la estación. Habían salido ilesas; pero no sin heridas. Cada una llevaba consigo una explosión. Tanto daño en un solo instante. Nadie tenía derecho a hacer eso...y suspiraron al unísono. 
Entonces, ella comenzó a hablar de nuevo. Esta vez, atropelladamente, sin parar, casi con entusiasmo, como si estuviera leyendo un libro. Exclamó que estaban vivas, que de algún modo, habían sido protegidas. No podía explicar cómo; pero había comprendido que consolidar la paz en cualquier sitio, era cuestión de aprender a anteponer el valor de la vida y su protección, por sobre todo lo demás. Ese era el único argumento válido, el único comportamiento realmente humano capaz de cortar el interminable circuito de odio, venganza, sangre, miedo y sufrimiento. Hoy todos habían sufrido como un sólo ser humano, sin importar que fueran catalanes o vascos. Hoy todos tenían otra oportunidad y eso debía servir para algo.
Pilar escuchó a su amiga con atención y la miró como si fuera la primera vez. Sin saber que decir, supuso que después de la bomba, ya nada podría aturdirlas más.  Con todo, finalmente, se prometieron  volver al País Vasco.

Una semana después, la invadió el silencio. Estaba ensimismada. Sabia el recorrido que llevaba de su casa al trabajo de memoria; pero no era consciente de las calles, ni del tráfico ni de la gente. 
En medio de una conversación, se quedaba inmóvil, con el cigarro encendido entre el índice y el corazón y mordisqueando le uña del pulgar, la mirada opaca, ajena a las voces de sus compañeros.
Lo había explicado casi todo; pero lo que había ocultado hasta entonces, y ahora ocupaba su mente, era que en aquella película de flashes tras la explosión, había un fotograma, una imagen que no podía estar allí, y que, sin embargo, se superponía transparente, sobre todas las demás:
Una figura masculina de rostro rectangular, como de piedra, ojos de acero, melena y grandes alas abiertas, la miraba . Abría sus alas para protegerla a ella. Ella podía ver y recordar el resto de las imágenes a través de él sin perder la absoluta certeza de aquella figura nítida y aquellas alas. Pero eso, no iba a contarlo. ¿Quién iba a creerle?
- Amalia, ¿Amalia?.. ¿Te encuentras bien? -  una mano en el hombro la atrajo de nuevo a  la conversación. Casi se le había consumido el cigarrillo entre los dedos.
- ¿Si...? Perdón, ¿decíais?... - contestó.
Sus compañeros la miraban en silencio.
- ¡Vaya! - comentó alguien - . ¡Ha pasado un ángel!
- Eso... -sonrió Amalia -  .. un ángel...

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